ENRIQUE SUEIRO
Asesor de comunicación directiva
Comunicar no consiste, esencialmente, en hablar o transmitir mensajes. Por supuesto, ambas acciones comunican y conviene practicarlas bien. La comunicación más efectiva empieza por escuchar para comprender (no para contestar) y requiere la habilidad de gestionar percepciones (que no siempre se ajustan a la realidad) para que ser y parecer coincidan. Estas premisas actúan como palancas clave para el éxito emisor.
La excelencia en Auditoría Interna suele carecer de equivalencia en su percepción dentro de las organizaciones. Son muchos y matizables los factores que influyen en esta discordancia. Uno de ellos es la ignorancia. Es casi imposible apreciar y valorar con justicia lo que se desconoce. Criterios al gestionar la propia comunicación: no dar por supuesto que se conoce de forma adecuada el trabajo de auditor interno y diseñar una estrategia sencilla pero efectiva para hacer explícito lo implícito, patente lo latente, tangible lo imperceptible.
Mimar la comunicación interna genera sorpresas agradables que muchos profesionales experimentan cuando en otras áreas descubren –porque no lo sabían– lo que hacen… y automáticamente empiezan a estimarlos. Orgullo y compromiso se retroalimentan por partida doble: unos descubren la valía profesional y el valor que sus colegas aportan, al tiempo que estos ven que su trabajo es re-conocido: no se reconoce lo que se desconoce.
Gestionar la propia comunicación no es un intangible, extra y secundario, sino un básico, medible y prioritario. No hacer nada al respecto ya transmite mucho, porque comunica lo que se dice, lo que se hace, lo que no se dice y lo que no se hace. Por algo el Marco Internacional para la Práctica Profesional de la Auditoría Interna incluye la comunicación efectiva entre sus principios fundamentales. Esa serie de pautas-guía bien podrían orientarse con la brújula del Principio PEPA: primero las personas, después los papeles. Perder el norte de este criterio tan elemental difumina los demás puntos cardinales (del latín cardo-cardinis, quicio o bisagra). Sin ese referente claro en mente y en acción, es irremediable desembocar en organizaciones desquiciadas: mucho control y poca efectividad, excesivos mensajes y escasa comunicación, alta velocidad y equivocado rumbo.
No cabe comunicación efectiva sin inteligencia contextual, la que permite vincular atinadamente integridad, diligencia, compromiso, independencia… Armonizar estos valores redunda en la mejora interna de la organización y –antes o más temprano– en su proyección pública. Es una experiencia tan universal como frecuentemente olvidada que aflora lo que crece dentro.
Una dificultad añadida son los estereotipos, simplificaciones elaboradas a partir de la realidad, con independencia de que coincidan con ella. Los hay con apenas una brizna de verdad y también los que se aproximan bastante al objeto de simplificación. Para añadir complejidad al proceso, conviven elementos racionales (juicios, hechos, evidencias) y emocionales (interpretaciones, gustos, sentimientos). Sobra constatación cotidiana de que no hay evidencia suficiente para quien no quiere ver ni argumento aceptable para el incapaz de comprender. Por eso un componente altamente decisivo es caer bien. Casi todo lo negativo se perdona a quien lo consigue y casi nada de lo positivo se aprecia en quien carece de esa simpatía extraprofesional.
La calidad humana y sus formas amables, compatibles con la exigencia del trabajo bien hecho, facilitan una percepción positiva. Facilitan, pero no garantizan. La comunicación humana no es una ciencia exacta, entre otras razones, porque las personas no somos exactas. Por fortuna. Lo que sí está comprobado con alta precisión es que la mejor comunicación no arregla una mala dirección, pero una mala comunicación arruina la mejor gestión.
Febrero 2023